La casa ideal del escritor Robert Louis Stevenson
Escritor cosmopolita, famoso por los relatos de aventuras en islas remotas, Stevenson dedicó un ensayo a su casa ideal.
José María Faerna
9 de diciembre de 2018
Historiador y periodista especializado en arte, arquitectura y diseño
Robert Louis Stevenson (1850-1894) fue sobre todo un hombre inquieto, uno de los novelistas más apreciados de su tiempo y de los posteriores, pero también un poeta, un ensayista, un observador atento de todo cuanto se le cruzaba en el camino o en la imaginación. Y esa es la clave de La casa ideal, un breve texto que debió de escribir hacia 1884 y que no se publicó hasta después de su muerte –el texto está editado en español por Ediciones Hiperión: La casa idea y otros escritos–. Más que la casa en que le gustaría vivir –Stevenson despreciaba olímpicamente las comodidades–, describe en él con detalle un lugar donde su imaginación pudiera activarse a sus anchas.
“Dos cosas son necesarias en cualquier paraje donde nos propongamos pasar la vida –arranca Stevenson su ensayo–: soledad y agua”. Pero si el agua es dulce, prefiere un arroyo a un gran río; y si la casa ha de estar junto al mar, mejor “una costa de perfil quebrado, con pequeñas calas y minúsculos peñones; si es posible, con algunos islotes”.
La pequeña escala permite apreciar más eficazmente la variedad pintoresca y evocadora de la naturaleza porque “el espíritu mide con su propia escala y puede disfrutar contemplando unas cataratas del Niágara de treinta centímetros de altura”.
La misma preferencia, tan acorde con la arquitectura del paisaje propia de Gran Bretaña, es aún más explícita para el jardín: desniveles, árboles añosos de hoja perenne y “espesos setos para dividir nuestro jardín en provincias”, pues, “al fin y al cabo, en el interior de un jardín podemos construir nuestro propio país” del mismo modo que el narrador construye el suyo a medida en cada novela sugestionando los sentidos del lector: “Una regla áurea aconseja cultivar el jardín con el olfato; los ojos se cuidarán de sí mismos. Tampoco ha de olvidarse el oído: sin pájaros, un jardín es un patio carcelario”.
Cuando pasamos al interior, el paisaje continúa a su manera. La casa no ha de tener más de dos pisos a riesgo de convertirse en un cuartel, y mucho mejor si tiene uno solo. “Aunque las habitaciones sean grandes, la casa puede ser pequeña; una simple habitación de techo alto, espaciosa y bien iluminada es más señorial que un palacio atiborrado de cuchitriles y alacenas”.
Más casas sorprendentes en la sección ‘Casas singulares’ de la Revista Houzz España
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Stevenson puebla significativamente los espacios de su casa ideal con obras de arte: aguafuertes de Canaletto en el comedor; Corot y Claudio de Lorena en el cuarto de trabajo; un Tiziano, un busto blanco y mosaicos con temas bíblicos en la chimenea para la salita de invierno. Dos insólitas habitaciones marcan el corazón y la singularidad de la vivienda y sellan su condición de paisaje para la imaginación: el cuarto de trabajo –Stevenson, con avanzadísima perspectiva de género prescribe uno para el hombre y otro para la mujer en igualdad de condiciones, aunque solo describe el masculino “no decidiéndome a invadir el santuario de la esposa”, que solo a ella correspondería definir– y el gimnasio: “amplio y soleado”.
El cuarto de trabajo es un lugar para ser recorrido por un hombre al que lo que menos gustaba era estar quieto, quizá porque su naturaleza enfermiza le obligó a pasar muchas horas encamado a lo largo de su vida. Muy espacioso, debía equiparse con dos sillas y cinco mesas: una para el asunto en que se trabaja en ese momento, otra para los libros de consulta que se están empleando, otra más para “manuscritos o pruebas que esperan su turno”, una cuarta “cruje bajo un cúmulo de mapas y cartas náuticas a gran escala” y una más queda vacía y lista para lo que pueda surgir. Un estudio para ir de una mesa a otra y encontrar argumentos recurrentes para no sentarse nunca. De todas ellas, la imaginación habita sobre todo en la que llama “mesa cartográfica”. Allí los mapas contienen “el curso de los ríos y caminos, los bosques y las curvas de nivel”, y las cartas náuticas “los arrecifes coralinos, líneas batimétricas, fondeaderos, rutas de navegación y pequeños signos de practicaje”.
Cerca de este espacio, el gimnasio parece un dibujo corbuseriano de tan insólitamente moderno, con su techo de cristal, paredes revestidas de azulejo y, “forrado de brillante mármol, (…) un estanque para natación y saltos de trampolín provisto de un potente calentador de agua”. El sueño saludable y activo del espíritu que habitaba en un cuerpo enteco y debilitado, como el diablo encerrado en la botella de su célebre cuento.
Robert Louis Stevenson y su esposa (1885), de John Singer Sargent
Stevenson nunca vivió en una casa así. Ni la casa eduardiana del 17 de Heriot Row, en Edimburgo (ver siguiente imagen), ni la victoriana Skerryvore, en Bournemouth, de brillante ladrillo amarillo, destruida por las bombas alemanas en la Segunda Guerra Mundial y donde escribió El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde (1886), responden al modelo.
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Stevenson nunca vivió en una casa así. Ni la casa eduardiana del 17 de Heriot Row, en Edimburgo (ver siguiente imagen), ni la victoriana Skerryvore, en Bournemouth, de brillante ladrillo amarillo, destruida por las bombas alemanas en la Segunda Guerra Mundial y donde escribió El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde (1886), responden al modelo.
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La casa eduardiana de Heriot Row, Edimburgo, donde Stevenson pasó buena parte de su infancia y juventud es actualmente un acogedor Bed & Breakfast.
Fachada de la casa en la que vivió Stevenson en Samoa; hoy un museo dedicado a su figura.
Algo de su espíritu, sin embargo, puede rastrearse en la que fue su última morada en Vailima, en la isla de Samoa, en el Pacífico Sur. Stevenson vivió allí con su madre, su mujer, Fanny, y dos de los hijos y un nieto de esta, en amigable relación con la población local, para la que siempre fue Tusitala, ‘el que cuenta historias’.
Esa amplia mansión de maderas claras, construcción ligera, estancias luminosas y muebles traídos de su Edimburgo natal, con su porche y su galería alta al pie del monte Vaea, donde fue enterrado, ha sido convertida en museo del autor de La isla del tesoro y cuidadosamente restaurada por el presidente de la fundación, Tilafaiga Rex Maughan, y el interiorista Mike McDaniel a partir de las fotos de época realizadas por Lloyd Osbourne, hijastro del escritor.
Se dice que los samoanos no concebían que pudiesen contarse historias que no fueran verdaderas y que creían al pie de la letra las que salían de la imaginación de Tusitala. Quizá ellos podrían andar con naturalidad por la casa que Stevenson diseñó para que dentro cupieran todas.
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Algo de su espíritu, sin embargo, puede rastrearse en la que fue su última morada en Vailima, en la isla de Samoa, en el Pacífico Sur. Stevenson vivió allí con su madre, su mujer, Fanny, y dos de los hijos y un nieto de esta, en amigable relación con la población local, para la que siempre fue Tusitala, ‘el que cuenta historias’.
Esa amplia mansión de maderas claras, construcción ligera, estancias luminosas y muebles traídos de su Edimburgo natal, con su porche y su galería alta al pie del monte Vaea, donde fue enterrado, ha sido convertida en museo del autor de La isla del tesoro y cuidadosamente restaurada por el presidente de la fundación, Tilafaiga Rex Maughan, y el interiorista Mike McDaniel a partir de las fotos de época realizadas por Lloyd Osbourne, hijastro del escritor.
Se dice que los samoanos no concebían que pudiesen contarse historias que no fueran verdaderas y que creían al pie de la letra las que salían de la imaginación de Tusitala. Quizá ellos podrían andar con naturalidad por la casa que Stevenson diseñó para que dentro cupieran todas.
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Muy interesante artículo. Nadie como Stevenson para describir lo más acogedor del hogar, sus poemas intimistas son una delicia de domingo por la tarde observando el jardín con un buen libro y las mascotas a los pies del sofá